viernes, 4 de enero de 2019

Bendita ceguera


                                                          
Después de varios meses deplorables, decidí renunciar a la comodidad del viejo sofá, salir al mundo, recuperar mi autonomía y libertad, inexistentes tras haber perdido la vista en aquel accidente donde fui el único que resultó con vida.
Era ella, precisamente, la que me llamaba a abandonar la holgura y reiniciarme. Ese día, amanecí con una necesidad casi violenta de recuperar lo perdido, no solo la luz en los ojos se había ido, los amigos estaban más lejanos que nunca, mi novia, la bailarina, había desaparecido, ya ni contestaba mis llamadas, se fue hasta con los ahorros que teníamos para casarnos ese fin de año. Buscando la manera de ponerme en acción, me inscribí en los talleres de orientación y movilidad a partir del bastón, el de música y tareas cotidianas del Instituto para ciegos y débiles visuales, en el tiempo libre escuchaba audiolibros, grabados por un grupo de voluntarios colaboradores con la escuela. Así terminé de escuchar la colección completa de Carlos Castaneda, mezcla de psicodelia y contracultura setentera. He disfrutado también, “Hojas de hierba” de Walt Whitman, claro, por su celebración a la vida, pero en gran parte también por la dulce voz femenina que acertadamente lo lee, de manera que he quedado enamorado de ella, repitiendo su audición tantas veces, que me dicen que tengo el disco muy gastado.
La otra tarde, aniversario del Instituto, se otorgaba un reconocimiento al grupo “Amigos de la audioteca”, y precisamente la poseedora de esa magia lo recibió. Escuchando su discurso por el micrófono, me abrí paso entre los asistentes. En cuanto tuve la oportunidad de estar cerca, le confesé las horas de placer en la compañía de su voz, transformadora de esos versos y capítulos en algo tan especial que hace inevitable imaginar cómo puede ser en persona.
Con gran sorpresa me respondió: -- es un gusto saberlo, nadie antes me lo había dicho, tus palabras son para mí algo más valioso que el diploma recibido hoy, si quieres podemos continuar la charla en el café de la esquina, aquí hay mucha gente. Sin prisas, en el café, como en un poema de Benedetti, la charla fue desde la presentación formal, al gusto por la cultura, especialmente los libros y la poesía.
Elogié su altruismo con expreso y, con unos martinis brindamos por la coincidencia que más tarde pasó a ser confidencia.
Al salir llovía a cántaros, de modo que llegando a su departamento tan solo a dos calles de ahí, estábamos tan empapados que me invitó a pasar. Tras un breve silencio le dije: - cuanto daría por conocerte, me tomó de la mano y acuclillándose dijo:
--Ven, acostémonos en la alfombra hasta que pase el aguacero, ponte cómodo, apoya tu cabeza en mis caderas, abre mi blusa, hunde tu lengua en mi pecho y toca mi frío corazón desnudo.
-- Oírte, tocarte, conocerte con mi  boca, con mi lengua, con mis manos es un milagro para mí, la vida me ha cerrado los ojos pero ha dado a mi mano el poder que te eriza cada pelo, y que comprueba, al tocar tu boca, una sonrisa.
Nos dimos besos largos, estirados, que abarcaron desde nuestras bocas hasta  los pies. Nos abrazamos, y como si me hubieran retirado una venda de los ojos pude ver con cada poro de mi piel las grandes estrellas en sus pechos y sentir en mis manos el despertar  de su voluptuoso monte dormido que cambiaba su tierna humedad por un fluir constante que competía con la lluvia de allá afuera.
Comprendí entonces que más allá de mis ojos está el espacio sin límites, el tiempo sin fin y que un abrazo tiene el frenético poder y la fuerza para romper candados, arrancar puertas y ventanas de sus marcos en los cuerpos amantes.
Cada que siembro un pino en la extensa fecundidad de su pradera, viene a mí una frase que oí de su voz, aun antes de conocerla.
“He aquí mi secreto que no puede ser más simple, solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”.
Hemos sido inmensamente felices, y solo puedo decir que es, al mismo tiempo, mi mejor maestra y mi mejor libro para lectura Braile.



Eduardo Sánchez




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