Después
de varios meses deplorables, decidí renunciar a la comodidad del viejo sofá,
salir al mundo, recuperar mi autonomía y libertad, inexistentes tras haber
perdido la vista en aquel accidente donde fui el único que resultó con vida.
Era
ella, precisamente, la que me llamaba a abandonar la holgura y reiniciarme. Ese
día, amanecí con una necesidad casi violenta de recuperar lo perdido, no solo
la luz en los ojos se había ido, los amigos estaban más lejanos que nunca, mi
novia, la bailarina, había desaparecido, ya ni contestaba mis llamadas, se fue
hasta con los ahorros que teníamos para casarnos ese fin de año. Buscando la
manera de ponerme en acción, me inscribí en los talleres de orientación y movilidad
a partir del bastón, el de música y tareas cotidianas del Instituto para ciegos
y débiles visuales, en el tiempo libre escuchaba audiolibros, grabados por un
grupo de voluntarios colaboradores con la escuela. Así terminé de escuchar la
colección completa de Carlos Castaneda, mezcla de psicodelia y contracultura
setentera. He disfrutado también, “Hojas de hierba” de Walt Whitman, claro, por
su celebración a la vida, pero en gran parte también por la dulce voz femenina
que acertadamente lo lee, de manera que he quedado enamorado de ella, repitiendo
su audición tantas veces, que me dicen que tengo el disco muy gastado.
La otra
tarde, aniversario del Instituto, se otorgaba un reconocimiento al grupo “Amigos
de la audioteca”, y precisamente la poseedora de esa magia lo recibió. Escuchando
su discurso por el micrófono, me abrí paso entre los asistentes. En cuanto tuve
la oportunidad de estar cerca, le confesé las horas de placer en la compañía de
su voz, transformadora de esos versos y capítulos en algo tan especial que hace
inevitable imaginar cómo puede ser en persona.
Con gran
sorpresa me respondió: -- es un gusto saberlo, nadie antes me lo había dicho, tus
palabras son para mí algo más valioso que el diploma recibido hoy, si quieres
podemos continuar la charla en el café de la esquina, aquí hay mucha gente. Sin
prisas, en el café, como en un poema de Benedetti, la charla fue desde la
presentación formal, al gusto por la cultura, especialmente los libros y la
poesía.
Elogié
su altruismo con expreso y, con unos martinis brindamos por la coincidencia que
más tarde pasó a ser confidencia.
Al
salir llovía a cántaros, de modo que llegando a su departamento tan solo a dos
calles de ahí, estábamos tan empapados que me invitó a pasar. Tras un breve
silencio le dije: - cuanto daría por conocerte, me tomó de la mano y
acuclillándose dijo:
--Ven,
acostémonos en la alfombra hasta que pase el aguacero, ponte cómodo, apoya tu
cabeza en mis caderas, abre mi blusa, hunde tu lengua en mi pecho y toca mi
frío corazón desnudo.
-- Oírte,
tocarte, conocerte con mi boca, con mi
lengua, con mis manos es un milagro para mí, la vida me ha cerrado los ojos
pero ha dado a mi mano el poder que te eriza cada pelo, y que comprueba, al
tocar tu boca, una sonrisa.
Nos
dimos besos largos, estirados, que abarcaron desde nuestras bocas hasta los pies. Nos abrazamos, y como si me hubieran
retirado una venda de los ojos pude ver con cada poro de mi piel las grandes
estrellas en sus pechos y sentir en mis manos el despertar de su voluptuoso monte dormido que cambiaba
su tierna humedad por un fluir constante que competía con la lluvia de allá
afuera.
Comprendí
entonces que más allá de mis ojos está el espacio sin límites, el tiempo sin
fin y que un abrazo tiene el frenético poder y la fuerza para romper candados,
arrancar puertas y ventanas de sus marcos en los cuerpos amantes.
Cada
que siembro un pino en la extensa fecundidad de su pradera, viene a mí una
frase que oí de su voz, aun antes de conocerla.
“He aquí mi secreto que no puede ser más
simple, solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para
los ojos”.
Hemos
sido inmensamente felices, y solo puedo decir que es, al mismo tiempo, mi mejor
maestra y mi mejor libro para lectura Braile.
Eduardo
Sánchez